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La Trece...

lunes, 4 de agosto de 2008

 



Un corazón que salva al mundo

Héctor Cortés Mandujano

A Paulita, obviamente.

El primero de enero del año 2000 era la fecha del fin del mundo. Varias profecías lo señalaban. Ante la noticia hubo, por supuesto, los incrédulos, los indiferentes y aquellos que decidieron hacer algo. Un grupo ayunó y subió hasta el pico de una alta montaña mexicana. En el primer minuto del año unieron las manos y, en silencio, cada cual repitió palabra por palabra el rezo extraño que habían ensayado. Cerraron los ojos y levantaron el rostro al cielo. Así permanecieron hasta saber que su acto había triunfado sobre la amenaza del holocausto. El mundo continuaba, continúa. Ellos lo salvaron con su fe.
Hay una tendencia a creer que los grandes sucesos naturales se presentan con bombo y platillo, con alharacas. No es así. El mundo, por ejemplo, dice la Biblia, nació de una manera muy simple. Dios dijo hágase la luz y la luz se hizo. Magia tremenda. Lo crees o no lo crees. Y así las montañas, el mar, el viento, el hombre, la mujer, el escarabajo, todo.
En cambio, hay alarmas, ahora, a la orden del día: sobrecalentamiento global, inundaciones, hoyos de ozono en el cielo, sequía en algunas partes del mundo, fuegos incontrolables. Los activistas obligan a presidentes a suscribir convenios de protección ambiental, grupos acordonan de paz a pueblos en guerra, héroes y heroínas salvan ballenas, muchos ayudan a que la vida en el planeta continúe. La gente buena, sin embargo, no sale en las noticias; su trabajo es sutil, cercano a lo inexplicable.
Esta labor de tantos se hace también de manera individual, sin que nadie parezca notarlo. No la pueden hacer los hombres que se han envilecido en el odio, ni las mujeres dominadas por sentimientos mezquinos. No ayudan los niños que arreglan sus diferencias a golpes o insultos. Las ideales para este trabajo parecen ser las niñas que han sido tocadas por la bondad y el amor actuante.
El peligro del fin del mundo puede existir en este momento, pero viene aparejado con una solución, que sólo pueden captar los seres que no han perdido la capacidad de creer en lo que los demás consideran una ilusión, una fantasía.
Muchos pueden estar pensando en la destrucción de todas las cosas y no tendrán éxito porque alguien (un ser de espíritu noble, de alma ingenua) lo vencerá con un movimiento aparentemente simple y un pensamiento poderoso: levantar los brazos y alzar el rostro rumbo al cielo. Pensar en lo maravilloso que es el universo, la vida.
Lo malo que podría ocurrir no ocurre cuando una niña levanta su corazón y lo muestra, espejo límpido, para que los elementos que nos han creado vean que la humanidad aún tiene futuro. Tal vez sus palabras también sean sencillas: ¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón.
Y esa convicción amorosa permite que el mundo siga dando vueltas.

*El subrayado es parte de una canción de Fito Páez. El texto está inspirado en la fotografía de Raúl Ortega, publicada en La novena noche, el 07 de julio de 2008.


Foto: Raúl Ortega (Chiapas)

Foto: Félix Cúneo (Veracruz)

Foto: Alexis Sánchez (Chiapas)

Foto: Isaac Aguilar (Veracruz)



En tornos de nocturnidad melódica
Genaro Aguirre Aguilar


No me convence tanto la inspiración. En todo caso quisiera entenderlo como revelación, después de todo asumirse como alguien capaz de andar al borde de lo celestial posible, puede ser más interesante que acercarse a los umbrales de un acto creador mediado por entidades terrenales; sin descontar lo que de sublime y éxtasis supone aparentar ser un morador de los territorios de la revelación mística. Así, como otras tantas ocasiones ocurre, fue en el instante que buscaba recordar una frase del tal Sabina, que como aguijón entró para codearse con la melancolía la estrofa de un canción que tengo en buen aprecio. Era Ismael Serrano y su canción «Allí», junto a quienes volví en un suspiro a esa suerte de matria que es mi lugar de origen, para decidirme a hablar sobre la importancia que muchas noches tuvieron las canciones que escuchaba en la juventud. En esa entrañable canción, el cantante junto a su escucha, se enfrenta a los recuerdos, al reconocimiento nostálgico de la dureza que significa asimilar el cambiado que se revela a cada paso que damos en esos rincones donde nacimos; un cambio que también resuena en la propia mirada de quien reconoce y recuerda filones de su pasado como esa canción y, de vez en vez, vuelve a caminar aquellas calles. Así, la transformación vivida por el pueblo y el barrio donde se creció, igualmente se muestra cual brizna que borda las pieles en la gente que se quedó en aquellos rincones, pero también quienes han emigrado. Por eso mismo, el despliegue de memoria realizado, tiene una cierta textura que obliga a reconocernos en buena parte de los retazos de vida de que habla Serrano. Sobre todo cuando deja entrever la manera en cómo durante su infancia fue aprehendiendo y haciendo suyos los monstruos y fantasmas que poblaban sus noches, mismos que -contrastados con los que de adulto lo acechan -, no fueron más que la materialización ingenua de sus primeros aprendizajes en torno a la oscuridad, pues aquellos seres al acecho bajo la cama o metidos en el ropero, eran mucho más dulces que estos que ahora el interprete y quien escucha tiene en su madurez. Tras esa lírica arropada por lo melancólico, como escuchas tampoco podemos dejar de reconocer lo que ha significado la música desde siempre, particularmente en aquellos años cuando la identidad y el aprendizaje emocional efervescían en noches de plenilunio o bajo cualquier otra forma de cúpula lunar nocturna. Eran canciones rasgando el telón de la noche que cruzaban la frontera demarcada por las paredes de la casa de mi abuelo. Aquellas letras venidas de territorios inexpugnables entonces, tenían como propiedad el relato contundente del desamor, del odio, de la vendetta, pero también del gozo de rompe y rasca. Sin grandilocuencia ni exquisitez alguna, esas anécdotas cantadas al ritmo del órgano, del saxofón, del acordeón o la tumbadora, eran el toque distintivo de ese reducto de mundo por el que Dios pasaría muchos años después. En tanto, la imaginación cabalgaba, trepada en lo melódico del instante, del anhelo en quien aún no rebasaba su juventud temprana. Quizá como nunca y de la mano de aquellos grupos y solistas de lo nocturno, pronto pudimos comprender otras formas de ser, explorando en el revés de las almas de aquellas letras como de la vida misma. Años después, la juventud maquilaba (¿o acaso maquillaba?) historias y dejaba de andar sobre las huellas de aquellos que habían caminado por esos andurriales para trazar sus propias andanzas, para atreverse a mirar los rostros o indagar en las miradas de quienes vibraban por las noches con otras historias, otras trayectorias, otros sueños que casi siempre terminaban por rayar en la pesadilla. Nunca como entonces, reconozco, la música popular fue el territorio para vivir y representar una alternativa de vida y que ahora –únicamente- vuelvo a ella a través de la inventiva y ocasiones como estas. Pd.- Por cierto, la estrofa sabiniana es aquella que dice «peor para el sol...»

1 comentarios:

Paco Puentes dijo...

Si todos tuviéramos esa mentalidad tan positiva, no existiría ni la mitad de los problemas actuales.
Desgraciada o afortunadamente todos somos de diferente condición.
Un saludo y hablamos