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La Octava Noche...

lunes, 30 de junio de 2008

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Amar es desnudarse de los nombres*
Héctor Cortés Mandujano

Sé que vas a salir de allí, como la aparición de otro tiempo, como si fueras el fantasma de todas las mujeres que tengo dentro: el primer beso, el primero encuentro sexual, el primer adiós. Y las demás, las sucesivas, las de entonces, la de ahora.
Por eso no me extraña que la puerta de madera sea tan vieja, que la pared esté escarapelada, que el cartel se esté cayendo a pedazos, que sólo quede un toro negro con la testa levantada, desafiante. En ti y en mí, como en la casa, como en el cartel, ha pasado el viento; han caído la lluvia, los días; hemos nadado, a veces con desesperación, en el río del tiempo. Y ahora sales y ves que te espero en la esquina. Y tus ojos me ven como si nunca me hubieran visto, como si nunca hubieran dejado de mirarme. Soy un desconocido y soy el hombre de siempre.
Vamos a un restaurante antiguo y nos iluminan las velas, ya desfiguradas por el fuego (como lo hará, como lo hace con nosotros, cuando ya no somos dos sino sólo una tea de pasión que se consume). Las copas, puestas en la mesa de cristal inmarcesible, muestran, si alguien las viera por debajo, el círculo perfecto de un tiempo que nos alejó y que ahora nos une. Nos besamos y tú besas en mí a todos los hombres que soy, mientras tú eres, decía, todas las mujeres. No nos llamamos de ningún modo. Somos la pareja primigenia, la eterna repetición humana. Un hombre, una mujer.
El motel es de nuevo nuestra cueva y la ropa, como si fueran tosca piel de bisonte que hemos usado en alguna época, nos estorba y cae y nos muestra sin las máscaras convencionales del vestido. Estamos desnudos. Esta cama es el paraíso donde Adán y Eva se acuestan por primera vez. Somos todo y nada. El inicio y el fin. Yo estaré sobre ti, y todas las mujeres tendrán un hombre encima en todas partes. Fotografío tu pie desnudo para guardar algo de ti, que no sólo sea el recuerdo, y la televisión encendida es la luna y este cuarto es el universo. Nos conocemos en nosotros, separados del mundo: dichosa, penetrada, y cierto, interminable.
Salimos ya vestidos. Parecemos una pareja cualquiera, yo de traje, tú de falda. Si alguien nos viera notaría que temblamos, que parecemos multiplicarnos, que no somos dos, sino la humanidad completa que viene del rito del sexo y se irá, cada cual por su lado, a tomar la copa amarga de la soledad. Tal vez volvamos a encontrarnos.

*El título es un verso de “Piedra de sol”, de Octavio Paz, y el texto alude, una a una, a las cuatro fotos de la sexta noche, publicadas el 16 de junio de 2008. Los versos subrayados son de Jaime Sabines. La foto del pie, que se menciona, frente a una tele encendida, es de Isaac Aguilar y corresponde a la quinta noche.

Foto: Raúl Ortega (Chiapas)

Foto: Félix Cúneo (Veracruz)

Foto: Alexis Sánchez (Chiapas)

De noche, no todos los gatos son…
Genaro Aguirre Aguilar

Remembranzas desde la foto de Raúl Ortega,
en la séptima noche

Cuando mencionamos que el proyecto en el que nos embarcaríamos tenía que ver con los usos de la noche en el puerto de Veracruz, las risas no se hicieron esperar. Después de todo qué de significativo, qué de académico, qué de serio podía tener analizar los procesos desde los cuáles la noche se convierte en una experiencia vital entre los parroquianos que acuden a los antros. Por más que se aclaró que el objetivo era estudiar los procesos comunicativos, de territorialización, identitarios que se posibilitan en tales espacios nocturnos, nadie creyó que de aquello podía salir algo para aportar al campo comunicativo. Como quiera que fuera, nosotros estábamos empecinados en explorar lo nocturno, sus personajes y los relatos que le han dado a las noches del puerto veracruzano, ese sabor, ese toque que ha hecho de tales rincones, parte de los lugares a donde la imaginación y el deseo se trasladan, cuando de conocer un poco sobre lo que es vivir las noches porteñas, se trata.
Con el interés académico, recorrimos calles, bares, discotecas y otros tantos sitios, en los cuales la noche pasa de lo temporal a convertirse en un continente de sentido por los usos, la apropiación y la resignificación que los comensales realizan de tales lugares, cuando investidos de personajes vampíricos salen a chupar de la noche el néctar como noctámbulos.
Tal cual lo cuento sucedió. ¿O no?
En una de esas tantas noches, fuimos y nos metimos a un table dance que entonces estaba de moda. Con la propiedad del trabajo que realizábamos, recorrimos el lugar hasta quedar en una posición de privilegio por todo lo que se alcanzaba a ver. El camerino al fondo, a su lado el DJ, pegada a la pared de enfrente la regadera, en medio, la pasarela y de este lado, a unos metros nuestros, la cantina. La penumbra producía un impacto visual interesante al convertir las siluetas de las chicas en figuras espectrales que danzaban sincopadas hasta quedar desnudas, para después meterse a la regadera rodeada por un biombo de cristal transparente y convertirse en un instante en la objetivación del deseo lúbrico masculino; en tanto, otras, montadas sobre las piernas de algunos hombres, maliciosamente sonrientes se dejaban querer, mientras los demás veíamos descender por el tubo acerado, la encarnación terrenal de la mismísima afrodita.
Fue en un instante, cuando descubrí al fondo la figura de una mujer de cabello negro largísimo que se acercaba a la pasarela. Subió con la mirada depositada en el vacío y con la tradicional sonrisa congelada de estas féminas. La seguí distraídamente hasta darme cuenta que -en su horizonte visual- tenía registro de nuestra presencia. Con la coquetería propia del momento, realizó algunas evoluciones en el tubo, para poco después, comenzar a despojarse de su diminuta falda. Siguió la blusa y así hasta quedar en tanga. Trepó al tubo para descender con giros lentos hasta posar su torso en el piso, se deslizó para alcanzar a quedar frente a donde nos encontrábamos. Con la cerveza escurriendo por la garganta, quise esbozar una sonrisa, pero mi condición de observador académico, no dio tiempo, pues para cuando quise, ya estaba de pie danzando rítmicamente hasta que de la nada, sacó un movimiento que la despojó de su último trapo. Los aplausos no se hicieron esperar, mientras ella agradecía a la concurrencia para que antes de bajar, dedicará una última mirada hacia el rincón donde nos encontrábamos. Incluso pasó a un lado, sonrió, no sin dejar escapar una mirada esquiva.
Estaba tratando de registrar aquello, cuando de pronto sentí que unas garras me tomaban del hombro. Volteé sorprendido, mientras un tipo de aliento a cigarro, me pedía que lo acompañara. El jalón que me dio fue suficiente para entender que aquello iba en serio. Me puse de pie y a empujones fui acompañado a la salida. Lo que alcancé a escuchar, fue que allí se iba a divertir, a respetar el trabajo de las bailarinas, no a tomar notas de lo que allí sucedía. Que había privacidad pese al tipo de espectáculo. Que una de las chicas había estado observando y reconoció un comportamiento extraño en nosotros. Sonreí para mis adentros tras comprender que el observador, realmente había sido observado desde la agudeza de quien conoce de su oficio, pero sobre todo, quien sabe leer en las miradas y actitudes, la extrañeza de las circunstancias. El último empujón quiso ser amigable con un: ¿de qué se trata tu trabajo? No respondí, solo atiné a dar las gracias. Otra noche había terminado antes de lo esperado.

La Séptima Noche...

lunes, 23 de junio de 2008

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Todo por el futbol*
Héctor Cortés Mandujano

—Sólo los que aman el futbol saben lo que se siente cuando uno de nuestros jugadores mete gol y te vuelves hermano con todos los que le van a tu equipo: te abrazas, te emborrachas, gritas hasta ponerte ronco, das la vida por tu camiseta. Mi pasión es el fut, nada hay mejor que eso. Creo que si no se hubiera inventado el balón, el mundo estaría incompleto. Las piernas, si no sirven para correr, driblar y anotar goles, no sirven para nada.
A mi vieja le enojaba que yo me la pasara frente a la tele viendo los partidos de lo que fuera: los de la liguilla, los amistosos, los internacionales, los del mundial. Y luego veo los de un campito de por acá y también juego con un equipo que hicimos con los de la oficina. Qué chido que haya futbol por donde sea y a todas horas, hasta en la noche. Viva el futbol. Lo amo tanto que me rapé y mi cabeza quedó como una pelota futbolera.
De un tiempo a esta parte sólo hago las dos tres cosas indispensables que me piden en la chamba y voy a donde sea, con tal de no perderme ningún partido. Me sé de memoria las tablas, los juegos históricos, las alineaciones, los resultados. Me pinto la cara y uso matracas, banderitas, cornetas, para ver el fut en la tele o en los estadios. Por suerte, he visto que mi mujer ya no anda tan enojada conmigo y ya no me molesta con que no tome, con que ella también quiere ver cosas en la tele, con que quiere ir a otro lugar que no sea el estadio. Chale. Ahora, a veces, he llegado a la casa y no está. Me deja recaditos.

Me fui al estadio, de noche, y cayó una lluvia tan tremenda, que suspendieron el partido. Granizó y las calles se volvieron un desmadre. Regresé antes de lo previsto a casa. El aparato de sonido estaba a todo volumen aventando al aire una rola del Buki. Pensé que mi vieja ya dormía y abrí con cuidado la puerta del cuarto. Ahí estaba ella, encuerada, echando pata con un muchachito de unos 18 años, que vive por aquí cerca. Me encabroné, pero no quise actuar por impulso. Cerré la puerta despacito y me fui a la calle, a buscar dónde echarme un trago. Mi vieja me ha aguantado un chingo de cosas y desde hace un chico rato ya me deja estar con mi futbol, sin problemas. Se me hace que ni le voy a decir nada. Pa’ qué. Que siga con ése. Total, cada quien sus gustos.

*Texto inspirado en la foto de Alexis Sánchez, publicada en La segunda noche, el 19 de mayo de 2008.

Foto: Raúl Ortega ( Chiapas )

Foto: Félix Cúneo ( Veracruz )



Foto: Alexis Sánchez ( Chiapas )


Foto: Isaac Aguilar ( Veracruz )



De cuando la cuaresma era sólo una noche
Genaro Aguirre Aguilar

Hay noches que quedan en el recuerdo de la gente, como días sin los cuales esas noches pudieran pasar sin dejar su rastro en la memoria de las personas. Por eso, un día se compone de veinticuatro horas, la mitad de las cuales son para descorrer el telón de fondo y ver -como dijera el maestro Sabina- cuando “el sol se mete en su cuna del mar a roncar”, para poco después, envestirnos de personajes y escabullirnos por ahí, buscando subirle la falda a la luna. Por aquellos días, ninguno de nosotros bordaba la imaginación como para cruzar aun esos umbrales. Lo cierto es que las ganas para tomar por asalto la noche, era más bien relacionado con una forma distinta de entender –entonces- la celebración religiosa anterior a la Semana Santa.
El barrio era un lugar donde ocurría de todo, como de todo había en aquella viña del señor. Así, nuestro padre quien regularmente era estibador, a veces electricista, otra campesino y también pescador, próximo a la temporada de cuaresma, junto a un grupo de amigos, se ponía a arreglar los desperfectos que pudieran tener los tendales o las redes para pescar en las aguas del Río de las Mariposas.
Para entonces, las noches se teñían de imaginación con los relatos de aquellos pescadores que -cada noche- salían a navegar las aguas para ver si en su camino a desovar, algún robalo u otra especie, quedaban atrapadas por aquella enorme red que prácticamente cruzaba el río. Un grupo en bote, mientras otro tiraba de la cala desde la orilla recorrían los metros necesarios, hasta llegar al lugar señalado para luego levantar la red y subir al bote decenas de esa exquisita especie.
De allí que cuando mi padre convenció a mi madre para que lo acompañara una noche, nunca como hasta ahora, desee tanto que llegara el viernes. Fue aquel día y en aquel año cuando cumpliría los doce, que con mochila al hombro una tarde al caer el sol, trepado en la vieja bicicleta de mi padre, recorrimos algunos kilómetros antes de llegar al campamento de pescadores, a “La cuaresma”, como entonces le llamábamos. Llegamos y para cenar, ya estaba dispuesto lo que sería el mejor caldo de pescado que he comido en la vida. Tras la bienvenida y una suculenta cena, uno a uno de aquellos hombres sudorosos y con ropa con un extraño olor, comenzaron a levantar los pabellones para impedir que los moscos también disfrutaran de su platillo. Al rato, alrededor de una fogata, comenzaron a narrarse anécdotas que harían de aquella noche, la noche más memorable de nuestra infancia. Poco antes de las diez, estaba todo listo. Comenzaron el tendido de la red, dando gritos desde el otro lado de la noche, mientras un tipo de camisa andrajosa jalaba desde la orilla. En tanto, mientras esperaba el regreso en compañía del cocinero y la imaginación, esperábamos la celebración tras el seguro éxito de aquel “lance” (después de todo la red era grandota pasa sacar todo). Pero lo más importante, junto a esto, el relato de la mujer que susurró al oído a quien tiraba desde la orilla, para que tras unos instantes, en medio de un halo lumínico flotara hasta desaparecer tragada por la noche. O bien de aquellos que regresaban en la vieja barcaza que dar vuelta en el meandro, comprobarán que donde creían había una fogata a orilla del río, no era más que un arbusto; aun cuando casi todos, habían visto las siluetas y escuchado un saludo cuando comenzaban el recorrido.
Finalmente no supe lo que pasó, solo recuerdo que estaba tendido sobre la playa viendo las estrellas, cuando la voz de quien me acompañaba comenzó a desaparecer poco a poco. Al día siguiente, me desperté cuando ya sobre el carretón estaban estibadas las decenas de robálos que ponto saldrían para su venta. Tras aquello, lo que también recuerdo es que mi padre sonrió, mientras me tendía un morral con las viandas que mi madre había dado para que, aquella mañana, el desayuno de mis hermanos, fueran unos tacos paseados. Esa fue la primera y única noche en que “La cuaresma” dejó de ser un sueño, para convertirse en una experiencia vital. Una noche, plagada de encanto.

La Sexta Noche...

lunes, 16 de junio de 2008

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Ladrones de realidad
Héctor Cortés Mandujano

Algo pasa en ese tejido complejo que, por cómoda convención, llamamos realidad. Ese algo puede ser un lanzallamas callejero, un gallito de barro, el humo del café, una vendedora que habla por su celular mientras todas las cosas que vende parece escucharla, una niña durmiendo.
Algo pasa y, a veces, también, paradójicamente, se detiene. Pasa porque el lanzallamas se irá a dormir a una covacha, al gallito lo cambiarán de lugar o se romperá, el humo se perderá en el aire, la vendedora podrá cambiar de actividad y la niña, ojalá, se volverá adolescente, mujer, anciana…
Ese algo se detiene porque, en un preciso instante, alguien puso freno al natural discurrir del río interminable de la realidad.
Ese alguien ha estado cerca de las cosas que pasan y se detienen; ha visto y ha hecho una composición; ha recortado una parte minúscula de la realidad, un fragmento (una cabeza rapada, un hombre que camina entre sombras, un fantasma que sale del mar), y lo ha inmovilizado, lo ha vuelto una imagen que ya no se mueve.
Este ladrón de imágenes ha guardado cuidadosamente su botín, lo ha encerrado en un adminículo que cuida con celo. Con extremo cuidado ha sacado después ese minúsculo trozo de una realidad que ya no es (las cosas, decíamos, de donde extrajo esa minucia, han seguido caminando) y, luego de varias acciones que rayan en la magia, la ha vuelto otra realidad. Qué prodigio. Aquello ahora es esto y el ladrón se solaza con su habilidad, sonríe ante el diamante que antes, tal vez, sólo fue carbón.
Ha tomado del mundo un grano, pero ese grano es también el mundo. En cada gota de agua está el mar. Todos los fuegos, el Fuego.
El ladrón puede llamarse Félix, Raúl, Alexis o Isaac (todos los hombres, en el instante vertiginoso del coito, son el mismo hombre, dice Borges, y lo son también después de ese instante, ¿por qué no?) y es un perseguidor de la oscuridad, un celebrante de la noche. Él, con ojos en las manos, ha logrado que una noche, las noches, las mil y una noches, se vuelvan parcelas de asombro, síntesis del mundo, realidad detenida: fotografías.


Foto: Raúl Ortega ( Chiapas )

Foto: Félix Cúneo ( Veracruz )

Foto: Alexis Sánchez ( Chiapas )

Foto: Isaac Aguilar ( Veracruz )


La noche de La Pepencha
Genaro Aguirre Aguilar

Como otras tantas ocasiones, aquella noche se volvieron a encontrar en la misma esquina de siempre. En medio de la tenue luz que proyectaba la amarillenta lámpara que –decían- fue la primera que se instaló en el barrio, uno a uno iba llegando al dar las nueve de la noche. Desde que habían cruzado la adolescencia, solían reunirse en aquella esquina después de pasar con “El Teco” a comerse unos tacos de barbacoa. Fueron “El Dumbo”, “El Loco”, “La Tuza” y “Urco”, los primeros en arribar a aquella vez. Como siempre, la síntesis del día era remitirse a los atracones deportivos que se daban con los “Los chiqueros”, un equipo del barrio formado por puritito familiar, a quienes se les consideraba rivales históricos y frente a quienes, de tarde en tarde, ponían en prenda la vida en una cascarita que solía ser la única experiencia de dignidad por aquellos días. Aquella noche, las bromas fueron las mismas aunque no con la intensidad de otras ocasiones. Más tarde, se sumaría “La Pepencha”, “El Fantasmagórico” y “El Nene”. Igual que muchas noches, las anécdotas tarde que temprano se centrarían en los amoríos del colegio, en el acostón con alguna vecina o el rapidín con la última de las prostitutas que acababa de llegar al burdel de “Doña Tere”. Es sabido: para esos años la experiencia en las lides sexuales, era más inventiva que aventuras reales. Lo importante era mostrarse como el más “rejón” del grupo. Los pormenores venían en carretadas, para al final coronar con carcajadas la puntada de alguno de aquellos amigos. Era noche ya tarde, cuando “La Pepencha” dijo que se marchaba, que tenía que hacer algo. Todos rieron con el primero en retirarse cuando a alguien se le ocurrió pedir saludara a su hermana. Regularmente era la broma, sumada al gozoso momento de recordarle había sido el último de aquel grupo en haber sido “desquintado” con “La Guayaba”. Apenas esbozó una lánguida sonrisa antes de despedirse y dar la espalda para que su afilada silueta se perdiera en las penumbras del callejón. La gioconda sonrisa de aquella vez, sería la última que verían de “La Pepencha”. Al otro día, como reguero de pólvora se sabría en el vecindario del asesinato de uno de “Los Uscanga”: el menor, quien fue encontrado tirado con un estilete clavado a media altura de su cuerpo. Sabedores de lo violento de esa familia, muchos temieron por lo que podría pasar. Y sí, fueron días de crispación en el barrio, de tensión entre dos familias que habían dejado de ser amigos para encarnar la virulencia de la barbarie revelada en un instante. Bajo la lámpara de la que pendía un nido de golondrinas, aquella noche nadie imaginó lo que haría “La Pepencha” unas horas después. Asesinar a quien más tarde se supo había violado a su hermana, ese objeto de broma fraterna y quien apenas se preparaba para cumplir sus quince primaveras.

La Quinta Noche...

lunes, 9 de junio de 2008

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Su boca era un clavel*
Héctor Cortés Mandujano

Dudosos pies por ciega noche llevo
“Salmo I”, de Quevedo

El hombre se sienta en un banquito, frente a la barra. Pide un tequila. Parece muy cansado y hay un rictus de desconsuelo en su rostro. La mueca del desgraciado, del que no ha tenido fortuna ni salud ni amor. Es feo, mal vestido, de rostro equino y ojos tristes. Su cartera, sin embargo, se nota abultada, gorda.
Antes de elevar el trago hasta sus labios ve hacia los lados: pocos parroquianos, mala iluminación. Bar de mala muerte. En una mesa cercana, una mujer bellísima conversa con el hombre que, de espaldas a Mateo, viste una camisa multicolor.
No tiene buena vista y eso le hace desconfiar del ¿guiño?
que ella le hace ¿a él? Piensa que debe ser conocida del cantinero, a quien, cree, lanzó el anzuelo de su coquetería. No. El cantinero está entretenido en otras cosas. El gesto coqueto, si lo hubo, fue para él.
Levanta su copa y ella le devuelve la cortesía. ¿Será posible?

Mateo ha tomado ya varias y cada vez es más obvio que la mujer le coquetea (su acompañante no vuelve la vista). No quiere irse por no dejar de admirar la risa de esa mujer, sus ojos, su rostro bello. Debe hacerlo, su cuerpo no resistirá una copa más. Va al baño y ve en el espejo como su expresión ha cambiado: una alegría le surge desde el alcohol, desde la certeza de que una mujer de ese tamaño le ha brindado su atención. Tal vez esté borracha. No importa.
Sale a la calle, alegre. Camina por la acera poco iluminad
a y, sorpresa, oye un taconeo detrás de sí. No quiere suponer mentiras. Vuelve el rostro y. sí, es ella, la beldad de cuerpo magnífico, con su vestido ceñido, con su cabello galopante, con el clavel de su boca. Camina más lento y la oscuridad lo toma como suyo. Casi se detiene para que la mujer lo alcance. Puede ya sentir su respirar, su perfume. Ya la tiene detrás.
Siente un piquete debajo de las costillas. Un arma. Oye la voz ronquita:
—Dame la cartera, güey, o te lleva la chingada.

*Texto inspirado en la foto de Félix Cúneo, publicada en La segunda noche, el 19 de mayo de 2008.

Foto: Raúl Ortega ( Chiapas )

Foto: Félix Cúneo ( Veracruz )

Foto: Alexis Sánchez ( Chiapas )

Foto: Isaac Aguilar ( Veracruz )

Tras los pasos de aquellas noches
Genaro Aguirre Aguilar

Desandar el tiempo para tratar de ubicar aquel momento en que la noche pasó a ser no sólo el territorio sino también el lugar para la producción del imaginario personal, necesariamente remite a aquellos años cuando la noche se tejía entre las “certezas” de una mocedad en ciernes y los miedos propios de un estadio emocional en construcción. Es decir, había una suerte de claroscuro que se movía entre las renuncias a un día más de diversión al caer la tarde y ese ritual de meterse a casa para a bañar, cenar justo antes que la Familia Telerín desfilará por el monitor televiso para decir que era hora de irse a dormir.
Era justamente para esas horas, cuando en la lejanía un ulular convocaba a los espíritus, llamando a esas almas en pena que aún vagan por este mundo en busca del descanso eterno. A los cinco o seis años, aquel silbido que para algunos marcaba el cierre de una jornada laboral o el inicio mismo de la siguiente, para aquellos niños que habitábamos en un reducto de la baja Cuenca del Papaloapan, era la hora en que la imaginación se desbordaba atemorizada por los relatos de un padre estibador quien solía contar pasajes, anécdotas, experiencias por él vividas en torno a la “llorona”, la “cochina con zuecos”, “los chaneques” o la “luz mala”, quienes asaltaban a noctámbulos que despreocupados caminaban a altas horas de la noche por parajes alejados del pueblo o bien venían por los niños malcriados.
Y ni qué decir de aquellos viernes, cuando el permiso por fin de semana, dejaba que esos mismos chiquillos tras cenar garnachas y empanadas que llevaba el viejo Chilango (“Papi” para todos nosotros), nos disponíamos a ver la películas que el canal 4 transmitía alrededor de las 9 de la noche. Lo mismo El enmascarado de plata contra las mujeres vampiros o cualquier de luchadores, que las cintas de Gastón Santos o películas como Las Calaveras del Terror, Hasta el viento tiene miedo, Más negro que la noche o Los muertos no hablan.
De lo que se trataba era de dar rienda suelta a una psicología púber que, rodeada de adultos y al calor del sobresalto o la broma, iba haciéndose de un aprendizaje emocional que se alimentaba de los miedos y las fantasmagorías reinventadas por las funciones nocturnas de la TV mexicana. Y es que si para inventar noches hubo entonces un medio, sin duda para aquella edad y en aquel rincón del mundo, era la TV. Sin lugar a dudas, un dispositivo de mediación importante para quienes a esa hora de la noche, solían distraerse para al final de la “función”, tropezar con el insomnio propio de quienes tenían un viejo ropero frente a su cama, provisto de un espejo que reflejaba figuras espectrales apenas visibles con el hilo de luz que se colaba por los intersticios de la puerta. Aquel ropero, el lugar por donde siempre acechaba el posible fantasma, el chaneque o cualquier personaje venido del inframundo imaginal.
Volver los pasos atrás para relatar algunos pasajes que fueron vitales en el proceso de apropiación de lo nocturno, es la ocasión de revisitar ciertas cosas que, únicamente en ocasiones como estas, el ser humano termina por darles créditos en lo que pudieron significar en la vida. El bestiario nocturno cuenqueño, en ese sentido es memorial y memorable, no sólo por todo lo que dejó en nuestro imaginario, sino también por la manera en que solemos recrear y dar sentido a la oscuridad en nuestra edad adulta.


La Cuarta Noche...

lunes, 2 de junio de 2008

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El primer amanecer del mundo
Héctor Cortés Mandujano

En el principio de los tiempos sólo existía el día, un día permanente. El sol, en su tarea cotidiana de alumbrarlo todo, un día —no pudo ser de otra manera, pues noche no había— descubrió un punto oscuro que no se iluminaba ni con sus más fuertes rayos.
Cada vez, insistente, lo alumbraba más y más. Y el punto seguía igual: oscuro, negro.
Un día, habían pasado muchos años, tal vez por tanta atención solar, quizá porque se sintió tan buscado, tan deseado, tan pretendido, el punto comenzó a flotar en dirección al sol.
Subió, en sentido inverso, por el lomo brillante de uno de sus tantos rayos. La llama de su montura se volvió sólo calor, cobijo. Un pétalo de suavidad.
Llegó el punto hasta un sol sorprendido, azorado ante aquella criatura tan contraria a su naturaleza. Pequeña sombra y enorme luz.
El punto lo acarició redondamente, completamente. El sol, que nunca había sentido caricias, de tanta emoción se opacó un poco, empalideció.
No supo qué hacer con tanta inquietud, con tantas nuevas emociones. Empezó a sentir los claroscuros del amor. El punto, allí, en sus brazos de fuego. Por eso, cuando el punto le dijo que tenía que volver a su hogar, el sol le pidió que se quedara a vivir en sus espaldas, en su parte menos brillante.
—Quédate, le dijo.
Y su palabra ardía.
Así lo hizo el punto, y con la luz más suave del astro rey, sin la claridad avasallante de su rostro ígneo, detrás del brasero supremo, empezó a crecer y crecer. Se volvió un punto enorme, “un sol adverso”. Se convirtió en una enorme sombra, en una extensa sábana negra. Un día fue tan grande como el sol. Y comenzó a desbordarlo.
Éste, empequeñecido por la pasión, que nos vuelve vasallos de nosotros mismos, le pidió quedarse a vivir allí, en su casa, es decir, en el cielo. Ella, antes un pequeño punto, ahora una enorme sombra, aceptó.
El rey sol le propuso ser la reina del cielo, su compañía eterna. Y la llamó por primera vez con su nombre: noche. Se unieron en un abrazo que pareció interminable. Y ese día no fue ni día ni noche. Es la única ocasión en la vida del planeta que nada hubo en el cielo, sólo un boquete incoloro y feo.
Pero el sol se volvió más brillante y la sombra más negra.
Después, el sol quiso mostrar al universo la belleza de su amada y sobre la tierra cayó una negrura absoluta, una noche fresca, recién bañada, que fue besada por su esposo en el primer amanecer del mundo.
Pasaron, ahora sí, días y noches. Y de ese amor nació la luna, quien tierna y con la luz pálida que el sol, su padre, le da prestada, apareció en los brazos de su madre, la noche. Luego, para que acompañaran a la bebé luna, los besos de papá sol, que son luz purísima, aparecieron con ella, bordados en el traje majestuoso de la madre.
Y así, felizmente, siguen hasta ahora.
Foto: Raúl Ortega (Chiapas)


Foto: Félix Cúneo (Veracruz)


Foto: Alexis Sánchez (Chiapas)


Foto: Isaac Aguilar (Veracruz)


La noche. Una cierta mirada
Genaro Aguirre Aguilar

Abro el blog que anuncia nuevas aportaciones y de pronto un zoom back enriquece mi perspectiva en un instante. Sobre un fondo oscuro, la imagen de una piragua a medio cubrir por un manto blanco yace fondeando en aguas que, en la quietud de la noche, dan paso al reflejo de una luna que apenas y se asoma en un cielo gris, aborregado que anuncia lluvia. Prácticamente imperceptible, un hilo sobre aquel horizonte encapotado, se engancha al borde de la luna, para resistir el peso de una aparente figura infantil.
La atmósfera que se recrea, deja en el ánimo de quien la ve la posibilidad de imaginar o recordar otras tantas noches, otras tantas lunas, otros tantos instantes en los que el telón nocturno clavó en el imaginario la posibilidad de tender un puente entre lo real y la inventiva del ser humano, no sólo del artista.
Y es que por cada hombre, hay una noche; por cada biografía personal hay un corazón nocturno itinerante; por cada aliento confeso, un tipo de oscuridad surca en los recuerdos. Es decir, prácticas de significación, de reinvención de la noche a partir de tácticas donde la imaginería humana se desborda. Despojada de su exclusiva condición de espacio/tiempo, la noche ha pasado a convertirse en ese lugar quintaesencia de la expresión cultural, donde lo psicológico, lo social, lo histórico pervive al amparo del neón o cobijado por el titiritar de las estrellas.
Nada como la noche para establecer grados de distingo entre el ser y estar en una ciudad o en el campo; nunca como ahora, la noche aprehendida construye sobre los cuerpos formas expresivas donde lo sexual, lo lúdico, lo erótico se manifiestan. Esto porque quizá como en ninguno otro momento del día, el hombre tenga en sus manos la posibilidad de reinventarse así mismo. Así lo ha venido mostrando desde su mocedad, pero sobre todo al cruzar el umbral de la adolescencia, donde la noche se conquista, se nombra, se construye; pasa de ser una frontera para convertirse en el lugar de la vitalidad emocional, en el territorio de lo permisible; allí donde las ganas, los deseos y el atrevimiento trastocan los órdenes institucionales, dando paso a la fértil imaginación de quien suscribe sobre el cuerpo del otro y el suyo propio, signos incandescentes de un presente que tiene como límites la propia geografía corporal.
Vivir la noche, es una experiencia lúdica, estética que puede ir del placer regocijante y mundano, a lo poético sublime si se observan los artilugios con que lo nocturno provee de alimento al imaginario colectivo. La noche libera pesadillas, constituye representaciones del miedo, pero también redefine los sueños, lo terrenal, lo verdadero. Nadie como ella para regodearse de lo “otro”, siempre al acecho para convertir cualquier cosa en una piadosa manifestación mucho más cercana al pecado de lo que se pudiera imaginar. Bienvenida sea pues la noche.