Su boca era un clavel*
Héctor Cortés Mandujano
Foto: Raúl Ortega ( Chiapas )
Héctor Cortés Mandujano
Dudosos pies por ciega noche llevo
“Salmo I”, de Quevedo
“Salmo I”, de Quevedo
El hombre se sienta en un banquito, frente a la barra. Pide un tequila. Parece muy cansado y hay un rictus de desconsuelo en su rostro. La mueca del desgraciado, del que no ha tenido fortuna ni salud ni amor. Es feo, mal vestido, de rostro equino y ojos tristes. Su cartera, sin embargo, se nota abultada, gorda.
Antes de elevar el trago hasta sus labios ve hacia los lados: pocos parroquianos, mala iluminación. Bar de mala muerte. En una mesa cercana, una mujer bellísima conversa con el hombre que, de espaldas a Mateo, viste una camisa multicolor.
No tiene buena vista y eso le hace desconfiar del ¿guiño? que ella le hace ¿a él? Piensa que debe ser conocida del cantinero, a quien, cree, lanzó el anzuelo de su coquetería. No. El cantinero está entretenido en otras cosas. El gesto coqueto, si lo hubo, fue para él.
Levanta su copa y ella le devuelve la cortesía. ¿Será posible?
Mateo ha tomado ya varias y cada vez es más obvio que la mujer le coquetea (su acompañante no vuelve la vista). No quiere irse por no dejar de admirar la risa de esa mujer, sus ojos, su rostro bello. Debe hacerlo, su cuerpo no resistirá una copa más. Va al baño y ve en el espejo como su expresión ha cambiado: una alegría le surge desde el alcohol, desde la certeza de que una mujer de ese tamaño le ha brindado su atención. Tal vez esté borracha. No importa.
Sale a la calle, alegre. Camina por la acera poco iluminada y, sorpresa, oye un taconeo detrás de sí. No quiere suponer mentiras. Vuelve el rostro y. sí, es ella, la beldad de cuerpo magnífico, con su vestido ceñido, con su cabello galopante, con el clavel de su boca. Camina más lento y la oscuridad lo toma como suyo. Casi se detiene para que la mujer lo alcance. Puede ya sentir su respirar, su perfume. Ya la tiene detrás.
Siente un piquete debajo de las costillas. Un arma. Oye la voz ronquita:
—Dame la cartera, güey, o te lleva la chingada.
Antes de elevar el trago hasta sus labios ve hacia los lados: pocos parroquianos, mala iluminación. Bar de mala muerte. En una mesa cercana, una mujer bellísima conversa con el hombre que, de espaldas a Mateo, viste una camisa multicolor.
No tiene buena vista y eso le hace desconfiar del ¿guiño? que ella le hace ¿a él? Piensa que debe ser conocida del cantinero, a quien, cree, lanzó el anzuelo de su coquetería. No. El cantinero está entretenido en otras cosas. El gesto coqueto, si lo hubo, fue para él.
Levanta su copa y ella le devuelve la cortesía. ¿Será posible?
Mateo ha tomado ya varias y cada vez es más obvio que la mujer le coquetea (su acompañante no vuelve la vista). No quiere irse por no dejar de admirar la risa de esa mujer, sus ojos, su rostro bello. Debe hacerlo, su cuerpo no resistirá una copa más. Va al baño y ve en el espejo como su expresión ha cambiado: una alegría le surge desde el alcohol, desde la certeza de que una mujer de ese tamaño le ha brindado su atención. Tal vez esté borracha. No importa.
Sale a la calle, alegre. Camina por la acera poco iluminada y, sorpresa, oye un taconeo detrás de sí. No quiere suponer mentiras. Vuelve el rostro y. sí, es ella, la beldad de cuerpo magnífico, con su vestido ceñido, con su cabello galopante, con el clavel de su boca. Camina más lento y la oscuridad lo toma como suyo. Casi se detiene para que la mujer lo alcance. Puede ya sentir su respirar, su perfume. Ya la tiene detrás.
Siente un piquete debajo de las costillas. Un arma. Oye la voz ronquita:
—Dame la cartera, güey, o te lleva la chingada.
*Texto inspirado en la foto de Félix Cúneo, publicada en La segunda noche, el 19 de mayo de 2008.
Foto: Raúl Ortega ( Chiapas )
Tras los pasos de aquellas noches
Genaro Aguirre Aguilar
Genaro Aguirre Aguilar
Desandar el tiempo para tratar de ubicar aquel momento en que la noche pasó a ser no sólo el territorio sino también el lugar para la producción del imaginario personal, necesariamente remite a aquellos años cuando la noche se tejía entre las “certezas” de una mocedad en ciernes y los miedos propios de un estadio emocional en construcción. Es decir, había una suerte de claroscuro que se movía entre las renuncias a un día más de diversión al caer la tarde y ese ritual de meterse a casa para a bañar, cenar justo antes que la Familia Telerín desfilará por el monitor televiso para decir que era hora de irse a dormir.
Era justamente para esas horas, cuando en la lejanía un ulular convocaba a los espíritus, llamando a esas almas en pena que aún vagan por este mundo en busca del descanso eterno. A los cinco o seis años, aquel silbido que para algunos marcaba el cierre de una jornada laboral o el inicio mismo de la siguiente, para aquellos niños que habitábamos en un reducto de la baja Cuenca del Papaloapan, era la hora en que la imaginación se desbordaba atemorizada por los relatos de un padre estibador quien solía contar pasajes, anécdotas, experiencias por él vividas en torno a la “llorona”, la “cochina con zuecos”, “los chaneques” o la “luz mala”, quienes asaltaban a noctámbulos que despreocupados caminaban a altas horas de la noche por parajes alejados del pueblo o bien venían por los niños malcriados.
Y ni qué decir de aquellos viernes, cuando el permiso por fin de semana, dejaba que esos mismos chiquillos tras cenar garnachas y empanadas que llevaba el viejo Chilango (“Papi” para todos nosotros), nos disponíamos a ver la películas que el canal 4 transmitía alrededor de las 9 de la noche. Lo mismo El enmascarado de plata contra las mujeres vampiros o cualquier de luchadores, que las cintas de Gastón Santos o películas como Las Calaveras del Terror, Hasta el viento tiene miedo, Más negro que la noche o Los muertos no hablan.
De lo que se trataba era de dar rienda suelta a una psicología púber que, rodeada de adultos y al calor del sobresalto o la broma, iba haciéndose de un aprendizaje emocional que se alimentaba de los miedos y las fantasmagorías reinventadas por las funciones nocturnas de la TV mexicana. Y es que si para inventar noches hubo entonces un medio, sin duda para aquella edad y en aquel rincón del mundo, era la TV. Sin lugar a dudas, un dispositivo de mediación importante para quienes a esa hora de la noche, solían distraerse para al final de la “función”, tropezar con el insomnio propio de quienes tenían un viejo ropero frente a su cama, provisto de un espejo que reflejaba figuras espectrales apenas visibles con el hilo de luz que se colaba por los intersticios de la puerta. Aquel ropero, el lugar por donde siempre acechaba el posible fantasma, el chaneque o cualquier personaje venido del inframundo imaginal.
Volver los pasos atrás para relatar algunos pasajes que fueron vitales en el proceso de apropiación de lo nocturno, es la ocasión de revisitar ciertas cosas que, únicamente en ocasiones como estas, el ser humano termina por darles créditos en lo que pudieron significar en la vida. El bestiario nocturno cuenqueño, en ese sentido es memorial y memorable, no sólo por todo lo que dejó en nuestro imaginario, sino también por la manera en que solemos recrear y dar sentido a la oscuridad en nuestra edad adulta.
Era justamente para esas horas, cuando en la lejanía un ulular convocaba a los espíritus, llamando a esas almas en pena que aún vagan por este mundo en busca del descanso eterno. A los cinco o seis años, aquel silbido que para algunos marcaba el cierre de una jornada laboral o el inicio mismo de la siguiente, para aquellos niños que habitábamos en un reducto de la baja Cuenca del Papaloapan, era la hora en que la imaginación se desbordaba atemorizada por los relatos de un padre estibador quien solía contar pasajes, anécdotas, experiencias por él vividas en torno a la “llorona”, la “cochina con zuecos”, “los chaneques” o la “luz mala”, quienes asaltaban a noctámbulos que despreocupados caminaban a altas horas de la noche por parajes alejados del pueblo o bien venían por los niños malcriados.
Y ni qué decir de aquellos viernes, cuando el permiso por fin de semana, dejaba que esos mismos chiquillos tras cenar garnachas y empanadas que llevaba el viejo Chilango (“Papi” para todos nosotros), nos disponíamos a ver la películas que el canal 4 transmitía alrededor de las 9 de la noche. Lo mismo El enmascarado de plata contra las mujeres vampiros o cualquier de luchadores, que las cintas de Gastón Santos o películas como Las Calaveras del Terror, Hasta el viento tiene miedo, Más negro que la noche o Los muertos no hablan.
De lo que se trataba era de dar rienda suelta a una psicología púber que, rodeada de adultos y al calor del sobresalto o la broma, iba haciéndose de un aprendizaje emocional que se alimentaba de los miedos y las fantasmagorías reinventadas por las funciones nocturnas de la TV mexicana. Y es que si para inventar noches hubo entonces un medio, sin duda para aquella edad y en aquel rincón del mundo, era la TV. Sin lugar a dudas, un dispositivo de mediación importante para quienes a esa hora de la noche, solían distraerse para al final de la “función”, tropezar con el insomnio propio de quienes tenían un viejo ropero frente a su cama, provisto de un espejo que reflejaba figuras espectrales apenas visibles con el hilo de luz que se colaba por los intersticios de la puerta. Aquel ropero, el lugar por donde siempre acechaba el posible fantasma, el chaneque o cualquier personaje venido del inframundo imaginal.
Volver los pasos atrás para relatar algunos pasajes que fueron vitales en el proceso de apropiación de lo nocturno, es la ocasión de revisitar ciertas cosas que, únicamente en ocasiones como estas, el ser humano termina por darles créditos en lo que pudieron significar en la vida. El bestiario nocturno cuenqueño, en ese sentido es memorial y memorable, no sólo por todo lo que dejó en nuestro imaginario, sino también por la manera en que solemos recrear y dar sentido a la oscuridad en nuestra edad adulta.
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