Jorge Yáñez Urreta (Veracruz )
Hace unos años me convencí de que había algo balsámico en dormirse con un cuento para niños. No tenía fundamentos, solo se me ocurrió un día. Irse a los sueños con la imaginación desbordada, quizá dejar un reguero de imágenes que los sueños podrían utilizar. Algo ahí parecía tener su lógica. Pensaba que lograría tener sueños más vívidos.
Muy pocos libros de cuentos para niños son divertidos para los adultos.
Una noche, en ese punto en donde vas cediendo en el control de tu mente pero todavía no te quedas dormido, empezó una historia. Un niño como de unos siete años se despertaba en medio de la noche e iba por agua a la cocina. Se asomaba por la ventana de su sala: el mar no estaba ahí. Veía yo claro cómo detrás de la barda del boulevard, a la altura del club de yates, solo había arena húmeda manchada de sal, fango, iluminada por la luz de la luna. Después de ver eso me dominó el sueño.
Recuerdo haber amanecido alegre al día siguiente, como cuando viste un buen concierto la noche anterior, y esa noche me fui a la cama con la ilusión de seguir sabiendo ese cuento. No sé bien cómo le hacía, ahora me cuesta más lograrlo, pero la mente completamente en negro, la voz interna silenciada… y la gente del pueblo –sí, se dejaba sentir como un cuento viejo— hablaba frente al arenal con algas sobre lo que se tenía que hacer para recuperar el mar. Con los saltos que dan los sueños, se decidía que el niño de siete años tenía que encargarse de esto, y eso implicaba por alguna razón ir a la luna. Así que todos en el pueblo empezaban a trabajar en hacer un poste enorme por el que el niño tenía que trepar hasta la luna. Había el detalle de que el poste no se podía trabajar horizontalmente porque si no tomaría la curvatura de la tierra y no podría llegar hasta la luna. Hasta ahí. Me quedé dormido.
Pasaron un par de días de esos en que te quedas dormido leyendo el libro de texto, estudiando para un examen de filosofía y no te acuerdas de nada más. Noqueado por los desvelos y el sueño que siempre me produce el cambio de horario en el otoño, me fui a la cama esa tercera noche y ya estando acostado me acordé ¡Ah, el niño!
No me costó ningún trabajo dejar mi mente en automático. Enseguida apareció: iba trepando por el poste, solo. El aire arriba parecía limpio. La tierra cada vez se veía más lejos, y ese niño trepaba con todo valor. Antes de llegar a la luna, la neblina se comenzó a poner espesa. Estaba muy cansado, solo eso avanzó la historia esa noche.
Y eso fue todo. La noche siguiente la novia de un amigo me pidió quedarse a dormir en el sofá. No durmió en el sofá. Tres años vivimos juntos. Nunca pude saber qué mas pasaba en el cuento.
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