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La Octava Noche...

lunes, 30 de junio de 2008

 


Amar es desnudarse de los nombres*
Héctor Cortés Mandujano

Sé que vas a salir de allí, como la aparición de otro tiempo, como si fueras el fantasma de todas las mujeres que tengo dentro: el primer beso, el primero encuentro sexual, el primer adiós. Y las demás, las sucesivas, las de entonces, la de ahora.
Por eso no me extraña que la puerta de madera sea tan vieja, que la pared esté escarapelada, que el cartel se esté cayendo a pedazos, que sólo quede un toro negro con la testa levantada, desafiante. En ti y en mí, como en la casa, como en el cartel, ha pasado el viento; han caído la lluvia, los días; hemos nadado, a veces con desesperación, en el río del tiempo. Y ahora sales y ves que te espero en la esquina. Y tus ojos me ven como si nunca me hubieran visto, como si nunca hubieran dejado de mirarme. Soy un desconocido y soy el hombre de siempre.
Vamos a un restaurante antiguo y nos iluminan las velas, ya desfiguradas por el fuego (como lo hará, como lo hace con nosotros, cuando ya no somos dos sino sólo una tea de pasión que se consume). Las copas, puestas en la mesa de cristal inmarcesible, muestran, si alguien las viera por debajo, el círculo perfecto de un tiempo que nos alejó y que ahora nos une. Nos besamos y tú besas en mí a todos los hombres que soy, mientras tú eres, decía, todas las mujeres. No nos llamamos de ningún modo. Somos la pareja primigenia, la eterna repetición humana. Un hombre, una mujer.
El motel es de nuevo nuestra cueva y la ropa, como si fueran tosca piel de bisonte que hemos usado en alguna época, nos estorba y cae y nos muestra sin las máscaras convencionales del vestido. Estamos desnudos. Esta cama es el paraíso donde Adán y Eva se acuestan por primera vez. Somos todo y nada. El inicio y el fin. Yo estaré sobre ti, y todas las mujeres tendrán un hombre encima en todas partes. Fotografío tu pie desnudo para guardar algo de ti, que no sólo sea el recuerdo, y la televisión encendida es la luna y este cuarto es el universo. Nos conocemos en nosotros, separados del mundo: dichosa, penetrada, y cierto, interminable.
Salimos ya vestidos. Parecemos una pareja cualquiera, yo de traje, tú de falda. Si alguien nos viera notaría que temblamos, que parecemos multiplicarnos, que no somos dos, sino la humanidad completa que viene del rito del sexo y se irá, cada cual por su lado, a tomar la copa amarga de la soledad. Tal vez volvamos a encontrarnos.

*El título es un verso de “Piedra de sol”, de Octavio Paz, y el texto alude, una a una, a las cuatro fotos de la sexta noche, publicadas el 16 de junio de 2008. Los versos subrayados son de Jaime Sabines. La foto del pie, que se menciona, frente a una tele encendida, es de Isaac Aguilar y corresponde a la quinta noche.

Foto: Raúl Ortega (Chiapas)

Foto: Félix Cúneo (Veracruz)

Foto: Alexis Sánchez (Chiapas)

De noche, no todos los gatos son…
Genaro Aguirre Aguilar

Remembranzas desde la foto de Raúl Ortega,
en la séptima noche

Cuando mencionamos que el proyecto en el que nos embarcaríamos tenía que ver con los usos de la noche en el puerto de Veracruz, las risas no se hicieron esperar. Después de todo qué de significativo, qué de académico, qué de serio podía tener analizar los procesos desde los cuáles la noche se convierte en una experiencia vital entre los parroquianos que acuden a los antros. Por más que se aclaró que el objetivo era estudiar los procesos comunicativos, de territorialización, identitarios que se posibilitan en tales espacios nocturnos, nadie creyó que de aquello podía salir algo para aportar al campo comunicativo. Como quiera que fuera, nosotros estábamos empecinados en explorar lo nocturno, sus personajes y los relatos que le han dado a las noches del puerto veracruzano, ese sabor, ese toque que ha hecho de tales rincones, parte de los lugares a donde la imaginación y el deseo se trasladan, cuando de conocer un poco sobre lo que es vivir las noches porteñas, se trata.
Con el interés académico, recorrimos calles, bares, discotecas y otros tantos sitios, en los cuales la noche pasa de lo temporal a convertirse en un continente de sentido por los usos, la apropiación y la resignificación que los comensales realizan de tales lugares, cuando investidos de personajes vampíricos salen a chupar de la noche el néctar como noctámbulos.
Tal cual lo cuento sucedió. ¿O no?
En una de esas tantas noches, fuimos y nos metimos a un table dance que entonces estaba de moda. Con la propiedad del trabajo que realizábamos, recorrimos el lugar hasta quedar en una posición de privilegio por todo lo que se alcanzaba a ver. El camerino al fondo, a su lado el DJ, pegada a la pared de enfrente la regadera, en medio, la pasarela y de este lado, a unos metros nuestros, la cantina. La penumbra producía un impacto visual interesante al convertir las siluetas de las chicas en figuras espectrales que danzaban sincopadas hasta quedar desnudas, para después meterse a la regadera rodeada por un biombo de cristal transparente y convertirse en un instante en la objetivación del deseo lúbrico masculino; en tanto, otras, montadas sobre las piernas de algunos hombres, maliciosamente sonrientes se dejaban querer, mientras los demás veíamos descender por el tubo acerado, la encarnación terrenal de la mismísima afrodita.
Fue en un instante, cuando descubrí al fondo la figura de una mujer de cabello negro largísimo que se acercaba a la pasarela. Subió con la mirada depositada en el vacío y con la tradicional sonrisa congelada de estas féminas. La seguí distraídamente hasta darme cuenta que -en su horizonte visual- tenía registro de nuestra presencia. Con la coquetería propia del momento, realizó algunas evoluciones en el tubo, para poco después, comenzar a despojarse de su diminuta falda. Siguió la blusa y así hasta quedar en tanga. Trepó al tubo para descender con giros lentos hasta posar su torso en el piso, se deslizó para alcanzar a quedar frente a donde nos encontrábamos. Con la cerveza escurriendo por la garganta, quise esbozar una sonrisa, pero mi condición de observador académico, no dio tiempo, pues para cuando quise, ya estaba de pie danzando rítmicamente hasta que de la nada, sacó un movimiento que la despojó de su último trapo. Los aplausos no se hicieron esperar, mientras ella agradecía a la concurrencia para que antes de bajar, dedicará una última mirada hacia el rincón donde nos encontrábamos. Incluso pasó a un lado, sonrió, no sin dejar escapar una mirada esquiva.
Estaba tratando de registrar aquello, cuando de pronto sentí que unas garras me tomaban del hombro. Volteé sorprendido, mientras un tipo de aliento a cigarro, me pedía que lo acompañara. El jalón que me dio fue suficiente para entender que aquello iba en serio. Me puse de pie y a empujones fui acompañado a la salida. Lo que alcancé a escuchar, fue que allí se iba a divertir, a respetar el trabajo de las bailarinas, no a tomar notas de lo que allí sucedía. Que había privacidad pese al tipo de espectáculo. Que una de las chicas había estado observando y reconoció un comportamiento extraño en nosotros. Sonreí para mis adentros tras comprender que el observador, realmente había sido observado desde la agudeza de quien conoce de su oficio, pero sobre todo, quien sabe leer en las miradas y actitudes, la extrañeza de las circunstancias. El último empujón quiso ser amigable con un: ¿de qué se trata tu trabajo? No respondí, solo atiné a dar las gracias. Otra noche había terminado antes de lo esperado.

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