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La 19...

lunes, 15 de septiembre de 2008

 

La multiplicación de las flores*
Héctor Cortés Mandujano

A las tres Margaritas.

Describamos la fotografía. Es una muchacha. De perfil. “Por sobre la oreja fina/ baja lujoso el cabello,/ lo mismo que una cortina/ que se levanta hacia el cuello”. En su mirada se ha puesto la noche. Tiene un gesto melancólico.
Si conociéramos a su mamá podríamos afirmar que se le parece. Quizás tienen el mismo color de pupilas, tal vez se peinan de la misma manera. Sin duda se quieren. Hay melancolía en la joven retratada, pero no tristeza.
Y si supiéramos algo de la abuela encontraríamos algunos detalles de aquella mujer en ésta. El nombre, entre otras cosas, por ejemplo. Rocemos el lugar común: las mujeres, se ha dicho desde el principio de los tiempos, son flores. Florecen en la juventud, huelen a jazmines, las bocas son rosas, pétalos las pestañas que rodean la flor lumínica de los ojos. Es una flor, pues, esta muchacha. Y las flores, es una obviedad, dan flores. Antes de esta joven, entonces, hubo una flor y antes de ese antes una flor hubo.
Ya lo tenemos: la muchacha de la fotografía procede de un jardín familiar, de flores anteriores. Sólo nos resta adivinar su nombre. Es delicada, sutil, fresca. Su cabello no es como la noche. Más bien tiene el color de cuando el sol expira o de cuando el astro al alba llega. Dorado. Su rostro está rodeado por la sombra, pero detrás de la oreja lleva el firmamento, del lóbulo cuelga la luna.
En un viejo poema de Rubén Darío hay una princesa que ve en el cielo una estrella aparecer y decide ir a cortarla. Cuando vuelve y el padre le pregunta adónde ha ido, ella responde: “Fui a cortar la estrella mía/ a la azul inmensidad”. Nuestra joven ha cortado estrellas y se las ha puesto sobre la piel. Por tanto, es evidente, se llama Margarita, como su mamá, como su abuela.

*Texto inspirado en la fotografía de Raúl Ortega, publicada en La noche 16, del 25 de agosto de 2008. El entrecomillado del inicio corresponde al poema XLIII, de José Martí.


Foto: Raúl Ortega (Chiapas)

Foto: Félix Cúneo (Veracruz)







La ninfa de las estrellas diurnas
Genaro Aguirre Aguilar


Un vuelo de imaginación
desde la treceava entrega del Raúl Ortega

Era temprano al caer la tarde, cuando la vi. Apenas había salido de casa para accidentalmente tropecé con ella. Sin apenas decir más que un “disculpe”, continué con su camino. Instantes después, la reconocí cruzando la calle para tomar el camión exactamente en la acera de enfrente. No tenía nada que hacer a esa hora, así que cruce la calle y me paré a un par de metros de ella. Sonreí pero no hubo respuesta. A lo mucho una mirada negada que tenía una extraña profundidad para mí desconocida. Segundos después, la observé con más detenimiento, confiado que la persona que se interponía entre nosotros, impedía que ella reconociera la insistencia con que este desconocido la veía. Fue al mirar su cuello que descubrí tres extrañas marcas a un lado del lóbulo de su oreja izquierda. De pronto no tuve la certeza de lo que pudieran ser: lunares, huellas, tatuajes… un acertijo. Ya no hubo tiempo. El camión llegó y decidí subir tras de ella. Quise colocarme detrás, pero no pude. Alguien había ocupado antes el asiento. Como quiera, tres lugares después me permitieron reconocer sus tatuajes. Cual botón perlado, un arete parecía ser custodio de aquella nuca iluminada por un triángulo de estrellas con cierta luminosidad que no sabía de dónde provenía. Quizá por ello, la facilidad con que poco a poco me fui perdiendo, volcado como estaba en la contemplación de aquel hermoso cuello. Cuando me di cuenta, estaba bastante lejos de mi rumbo, en una zona que me parecía desconocida. No sé si hacia el norte del puerto o por el rumbo que lleva la carretera a Cardel. Volteé a los lados y pude reconocer a las mismas personas, en su misma actitud y como si estuvieran fuera de sí; es decir, extraviados en algún lugar que era precisamente otro y no aquel que ocupaban en sus asientos. Fue en ese momento que sentí cómo el chofer me miraba desde el retrovisor, quien sin importar que yo devolviera la mirada, parecía querer esbozar una sonrisa. Volví la vista hacia ella y fue cuando me di cuenta que no era la misma fémina que me trajera hasta aquí. Sobre su mirada una ausencia que en el instante pasó a ser generadora de un extraño brillo. Al rato, un silencio cuando el camión tomó un sendero inhóspito. Tras recorrer una decena de metros, se detuvo al abrirse un claro en medio de un caserío abandonado. La luna fue la que me permitió ver más allá del parabrisas del autobús, justo antes que alguien desde el fondo dijera “hemos llegado”. La chica sin decir nada se puso de pie. Volteó hacia mi y pareció decirme la siguiera. Sin quererlo, me vi caminar como atraído por una extraña fuerza. Pocos metros después fui flanqueado por un grupo de pequeños seres que me tomaron de la mano. La dirección que tomamos fue hacia una covacha que parecía ser un templo primigenio. Los cirios, el olor a incienso y los vestigios de animales muertos, provocaban un cierto olor a acidez y a estado putrefacto. Contrario a lo que pudiera esperar, en mí no había temor alguno. Al contrario, había un cierto estado de gozo y sobreexcitación, cuanto más al ver salir detrás de una desvencijada puerta, a la chica de las estrellas en la nuca vestida con un atuendo vaporoso y una diadema hecha de hierbas que le adornaba la frente. A sus costados, un par de mujeres portando sendos cetros. Se dirigieron hacia el centro mientras ella aguardaba al fondo. Sin darme cuenta, me encontré tumbado boca arriba rodeado de aquellos extraños seres, quienes sin decir nada me sujetaron a unas estacas. A una señal de las dos mujeres, trasmutada en sacerdotisa, la chica se dirigió hacia mí mientras iba despojándose de su atuendo. Se detuvo a la altura de mis pies para inmediatamente colocarse en cuclillas. Como felina fue librando mi cuerpo hasta que se rostro quedó a la altura del mío para abrir la boca y dejar escapar un aliento mientras yo era testigo de cómo las estrellas del cuello se desprendían de la piel y comenzaban una fantasmagórica danza alrededor suyo, hasta que de pronto quedaron incrustadas en mi mejilla. Claramente noté cómo volvía a abrir la boca para que una extraña mueca dejara mostrar una filosa dentadura. Después de eso no recuerdo gran cosa. Sólo aquel dolor excitante mientras sus dientes desgarraban mi cuello a mordiscos, justo cuando un extraño calor líquido corría desde mis entrañas hasta explotar en medio de la nada. Me desperté sudando y con la duda de lo vivido, hasta que mis manos hurgaron en la entrepierna y un viscoso líquido terminó por ser la marca de lo acontecido.

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