Libando noches llegamos a la décima semana, cortejando, seduciendo, trasgrediendo instantes, vidas, oscuridades. Algunos caímos, otros salimos de ellas, fotografiando con palabras y escribiendo con luces. El camino aún es largo, pero se torna fructífero, ambicioso, retador y complaciente. Vamos pues a continuar el exorcismo, la liberación de los nocturnos deseos se extiende a ustedes.
Félix Cúneo Escamilla / Julio 2008
Nidos y espolones*
Héctor Cortés Mandujano
Hace muchos, muchos años, en los arcanos del tiempo, existía un reino donde vivían felices gallinas, gallos, pollitas y pollitos.
Ellos, los reyes del gallinero, tenían muchas gallinas a su disposición, y ellas ponían, contentas, los huevos que resultaban del fugaz contacto: él, arriba, la tomaba de la breve cresta, la pisaba en precario equilibrio, aleteando, y le dejaba su parte para reproducirse, para que el reino de picos y plumas se multiplicara.
Las gallinas hacían nidos enormes y se echaban, días y noches, vigías perfectas de las varias vidas que explotarían, con muchos huevos debajo de su ancho cuerpo, de sus amorosas plumas. Y nacían pollitas y pollitos, que eran enseñados a cazar lombrices, a caminar en grupo, a mover las alas y a huir del gavilán, de la serpiente silenciosa.
Pollitas y pollitos crecían hasta convertirse en lo que sus padres habían sido; alguna gallina mayor desaparecía un día, se iba un gallo que ya tenía suplencia. Un monstruo de dos patas se los llevaba y contra él nada podía oponerse.
Este paraíso un día desapareció. Nadie sabe cómo.
La leyenda que supieron los últimos gallineros hablaba de la construcción de grandes naves donde se hacinaban miles y miles de aves, con soles pequeños, como campanas de vidrio, que nunca se apagaban; fingían un día eterno, que les hiciera comer incesantemente productos que los crecían con increíble rapidez. No cazaban, no correteaban, no tenían espacio. Eran bebés todavía cuando los llevaban al matadero.
Pero, se preguntaban, ¿cómo suplir el canto de los gallos que anunciaba el amanecer? La respuesta era escalofriante: habían inventado una máquina que hacía ruidos, un repetido sonido metálico. Despertadores los llamaban. Las gallinas, contaban, y esto era terrible, ya no anidaban. Los huevos de esta pesadilla en que se había convertido el mundo no producían pollos, eran hueros, sin vida latente. Gallos y gallinas no tenían necesidad de saberse hembra y macho. Sólo eran carne de consumo.
Se creía, por último, que la efigie de gallos, gallinas, pollitas y pollitos desaparecería, pues para los monstruos de dos patas ellos eran nada más comida para la mesa, remedios para el hambre. Tal vez por ello algunos monstruos, de sensible corazón, copiaron las formas de la especie extinta y la reprodujeron en, por ejemplo, gallos de barro que, puestos en algún buró nocturno, pensaban que tal vez pudieran cantar con la llegada de la aurora. Y no, no cantaban.
Ya no se escuchan nunca, ahora, de madrugada, en ese mundo sin gallineros, los cantos lejanos y cercanos de las aves míticas que sacaban el pecho, abrían el pico y retaban al sol con su quiquiriquí. Nunca más.
*Texto inspirado en la foto de Isaac Aguilar, publicada en La segunda noche, el 19 de mayo de 2008.
Ellos, los reyes del gallinero, tenían muchas gallinas a su disposición, y ellas ponían, contentas, los huevos que resultaban del fugaz contacto: él, arriba, la tomaba de la breve cresta, la pisaba en precario equilibrio, aleteando, y le dejaba su parte para reproducirse, para que el reino de picos y plumas se multiplicara.
Las gallinas hacían nidos enormes y se echaban, días y noches, vigías perfectas de las varias vidas que explotarían, con muchos huevos debajo de su ancho cuerpo, de sus amorosas plumas. Y nacían pollitas y pollitos, que eran enseñados a cazar lombrices, a caminar en grupo, a mover las alas y a huir del gavilán, de la serpiente silenciosa.
Pollitas y pollitos crecían hasta convertirse en lo que sus padres habían sido; alguna gallina mayor desaparecía un día, se iba un gallo que ya tenía suplencia. Un monstruo de dos patas se los llevaba y contra él nada podía oponerse.
Este paraíso un día desapareció. Nadie sabe cómo.
La leyenda que supieron los últimos gallineros hablaba de la construcción de grandes naves donde se hacinaban miles y miles de aves, con soles pequeños, como campanas de vidrio, que nunca se apagaban; fingían un día eterno, que les hiciera comer incesantemente productos que los crecían con increíble rapidez. No cazaban, no correteaban, no tenían espacio. Eran bebés todavía cuando los llevaban al matadero.
Pero, se preguntaban, ¿cómo suplir el canto de los gallos que anunciaba el amanecer? La respuesta era escalofriante: habían inventado una máquina que hacía ruidos, un repetido sonido metálico. Despertadores los llamaban. Las gallinas, contaban, y esto era terrible, ya no anidaban. Los huevos de esta pesadilla en que se había convertido el mundo no producían pollos, eran hueros, sin vida latente. Gallos y gallinas no tenían necesidad de saberse hembra y macho. Sólo eran carne de consumo.
Se creía, por último, que la efigie de gallos, gallinas, pollitas y pollitos desaparecería, pues para los monstruos de dos patas ellos eran nada más comida para la mesa, remedios para el hambre. Tal vez por ello algunos monstruos, de sensible corazón, copiaron las formas de la especie extinta y la reprodujeron en, por ejemplo, gallos de barro que, puestos en algún buró nocturno, pensaban que tal vez pudieran cantar con la llegada de la aurora. Y no, no cantaban.
Ya no se escuchan nunca, ahora, de madrugada, en ese mundo sin gallineros, los cantos lejanos y cercanos de las aves míticas que sacaban el pecho, abrían el pico y retaban al sol con su quiquiriquí. Nunca más.
*Texto inspirado en la foto de Isaac Aguilar, publicada en La segunda noche, el 19 de mayo de 2008.
Foto: Raúl Ortega (Chiapas)
La zurda bajo el sostén
Genaro Aguirre Aguilar
Sabía era absurdo pero igual que lo debía de volver a hacer. Así que –una vez más- se vio al espejo para confirmar que su cabello estaba en el lugar que correspondía. Aún con tal certeza, tomó la peineta y la pasó una, dos, tres veces por los mismos lugares. Igual que siempre, tras el peine engarzado en el dedo medio de una mano derecha que iba y venía, la mano zurda hacía lo mismo, dando el último retoque. Minutos más tarde, comprobó que estaba como le gustaba quedar: no tan bien por un físico que no le favorecía, pero pasadero.
Se sentó al filo de su cama y volteó hacia la mesa en donde un reloj Haste marcaba la hora. No era tan tarde aún, había quedado ver a Melina a las 5 pm y a penas iban a dar las 4:30, así que pensó echarse un rato a descansar. No obstante, renegó de la posibilidad, pues eso representaría volver a peinarse. Prefirió adelantarse, después de todo –dicen- a las mujeres les gusta que el hombre sea puntual. Ellas pueden llegar a la hora que quieran pero la caballerosidad debe estar por encima de todo. Echó un último ojo al espejo y se vio. Cambió una mueca por sonrisa y salió de casa. No sin decir a su madre que al rato volvía.
«El patasada» caminó con parsimonia mientras repetía en su cabeza lo que había pensado en los últimos días. Estaba todo listo, tras disfrutar de una horchata de coco en La Pérgola del parque y platicar con ella, la invitaría a regresar a pie, para darse tiempo y ánimo de cerrar una noche que había esperado tanto. Y así lo hizo, cuando le dijo a Melina que regresaran caminando, ella no opuso tanta resistencia, aun cuando sabía podía regresar más allá de la hora para la que tenía permiso. Pero bueno, le dijo él, un regaño tras lo bailado, no representa gran cosa. Ella sonrió y después de pagar la cuenta, encaminaron a casa. Diez minutos después, subían la pequeña pendiente de la calle Carpio para luego tomar la avenida que pasaba a un lado de la carretera federal. Dos cuadras después iniciaba un tramo poco iluminado en donde se decía las parejitas aprovechaban para hacer un alto en el camino. Cuando él sugirió se detuvieran un rato a platicar allí, tuvieron que desistir al descubrir un par de siluetas en la oscuridad. Metros después, recostados a una piedra charlaban. Distraído, «El patasada» apenas y seguía la plática deseoso como estaba de sentir aquellos deliciosos pechos que en la penumbra y debajo de la blusa se alcanzaban a entrever. Después de todo, ya sabía que Melina tenía buenas chichis y unas piernas riquísimas. En aquello estaba cuando escuchó a lo lejos la voz de ella preguntando en qué pensaba. “En nada”, respondió sobresaltado. En realidad pensaba en cómo reaccionaría ella si en ese instante la atraía y besaba. Sin apenas darse cuenta, fue ella quien tomó la iniciativa y plantó un largo beso. Estaba tratando de echar mano del menú de recursos para disfrutar de aquel instante, cuando sintió que su miembro comenzaba a cobrar vida. Convencido de lo natural de aquella reacción, debía aprovechar el momento, pues la tenía entregada al intercambio de fluidos y restregada a su cuerpo. La tomó por debajo de la cintura y apretó un poco más, mientras con su mano zurda buscaba desabrochar la blusa. En unos segundos, terminó por dejar sentir en la entrepierna de Melina su virilidad, mientras hacía audible el último click del tramo de blusa que ya dejaba exhibir el brassier blanco. Mientras pensaba en el siguiente paso, percibió cómo ella se acomodaba distinta y liberaba una de sus manos. Claramente sintió el roce de aquella mano hasta la altura del cierre. Emocionado, se acomodó para hurgar en las chichis y dejarse hacer. El entusiasmo por alcanzar el pezón, no le impidió sentir un ligero apretón en su miembro. De pronto, un zumbido ensordecedor. Allá, en la oscuridad y al fondo de ese extraño chillido que taladraba su oreja tras el golpe que asestara Melina arribita de la quijada, una voz -apenas audible- le recriminaba: “eres un depravado”. Como respuesta, el azoro de quien con los años, tampoco terminaría por entender lo ocurrido aquella noche, como tampoco ahora, tras escuchar de ella un “Sí… acepto”.
Se sentó al filo de su cama y volteó hacia la mesa en donde un reloj Haste marcaba la hora. No era tan tarde aún, había quedado ver a Melina a las 5 pm y a penas iban a dar las 4:30, así que pensó echarse un rato a descansar. No obstante, renegó de la posibilidad, pues eso representaría volver a peinarse. Prefirió adelantarse, después de todo –dicen- a las mujeres les gusta que el hombre sea puntual. Ellas pueden llegar a la hora que quieran pero la caballerosidad debe estar por encima de todo. Echó un último ojo al espejo y se vio. Cambió una mueca por sonrisa y salió de casa. No sin decir a su madre que al rato volvía.
«El patasada» caminó con parsimonia mientras repetía en su cabeza lo que había pensado en los últimos días. Estaba todo listo, tras disfrutar de una horchata de coco en La Pérgola del parque y platicar con ella, la invitaría a regresar a pie, para darse tiempo y ánimo de cerrar una noche que había esperado tanto. Y así lo hizo, cuando le dijo a Melina que regresaran caminando, ella no opuso tanta resistencia, aun cuando sabía podía regresar más allá de la hora para la que tenía permiso. Pero bueno, le dijo él, un regaño tras lo bailado, no representa gran cosa. Ella sonrió y después de pagar la cuenta, encaminaron a casa. Diez minutos después, subían la pequeña pendiente de la calle Carpio para luego tomar la avenida que pasaba a un lado de la carretera federal. Dos cuadras después iniciaba un tramo poco iluminado en donde se decía las parejitas aprovechaban para hacer un alto en el camino. Cuando él sugirió se detuvieran un rato a platicar allí, tuvieron que desistir al descubrir un par de siluetas en la oscuridad. Metros después, recostados a una piedra charlaban. Distraído, «El patasada» apenas y seguía la plática deseoso como estaba de sentir aquellos deliciosos pechos que en la penumbra y debajo de la blusa se alcanzaban a entrever. Después de todo, ya sabía que Melina tenía buenas chichis y unas piernas riquísimas. En aquello estaba cuando escuchó a lo lejos la voz de ella preguntando en qué pensaba. “En nada”, respondió sobresaltado. En realidad pensaba en cómo reaccionaría ella si en ese instante la atraía y besaba. Sin apenas darse cuenta, fue ella quien tomó la iniciativa y plantó un largo beso. Estaba tratando de echar mano del menú de recursos para disfrutar de aquel instante, cuando sintió que su miembro comenzaba a cobrar vida. Convencido de lo natural de aquella reacción, debía aprovechar el momento, pues la tenía entregada al intercambio de fluidos y restregada a su cuerpo. La tomó por debajo de la cintura y apretó un poco más, mientras con su mano zurda buscaba desabrochar la blusa. En unos segundos, terminó por dejar sentir en la entrepierna de Melina su virilidad, mientras hacía audible el último click del tramo de blusa que ya dejaba exhibir el brassier blanco. Mientras pensaba en el siguiente paso, percibió cómo ella se acomodaba distinta y liberaba una de sus manos. Claramente sintió el roce de aquella mano hasta la altura del cierre. Emocionado, se acomodó para hurgar en las chichis y dejarse hacer. El entusiasmo por alcanzar el pezón, no le impidió sentir un ligero apretón en su miembro. De pronto, un zumbido ensordecedor. Allá, en la oscuridad y al fondo de ese extraño chillido que taladraba su oreja tras el golpe que asestara Melina arribita de la quijada, una voz -apenas audible- le recriminaba: “eres un depravado”. Como respuesta, el azoro de quien con los años, tampoco terminaría por entender lo ocurrido aquella noche, como tampoco ahora, tras escuchar de ella un “Sí… acepto”.
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