Con su cuerno de añil pescaba una canción*
Héctor Cortés Mandujano
Foto: Raúl Ortega
Héctor Cortés Mandujano
Le regalaron, de niño, una cámara fotográfica y la usó de inmediato: la sonrisa desdentada de la abuela, el árbol del patio, los dibujos proteicos de las nubes.
No era un juego, sin embargo, sino la búsqueda de apresar lo imposible. ¿Cómo hacerle una fotografía al aire, dónde se volvía imagen explícita el amor?
Intentó que su cámara lograra volver fotografía la paz tridimensional del amanecer, el dolor de un bosque ardiendo, el último respiro de un moribundo. Luego buscó la belleza del rostro femenino, el erotismo de una caricia posada, la violencia nocturna de las calles. Fue coleccionado imágenes, volviéndose un profesional, ensayando donde los demás daban la vuelta.
Pero si un adulto deja de ser niño deja de inventar. No hay nada peor para la creación artística que un hombre sin niñez en el espíritu. Por eso comenzó a buscar algo que nadie hubiese encontrado, para fotografiarlo. Por eso pensó que en el mar debía existir, íngrima, abandonada, la última sirena mitológica; que en el profundo bosque virginal trotaba aún el centauro final; que en alguna madrugada, en una loma lejanísima, podría vislumbrarse la silueta blanca de un unicornio.
No tuvo un éxito inmediato y los años fueron pasando. Rebasaba los treinta cuando una noche su tenacidad fue recompensada: en el techo de un edificio lo vio. Era un unicornio, sin lugar a dudas. De su cuerno brotaba hacia el cielo la palabra dónde. ¿Dónde? Tal vez si se hubiera detenido un poco más el mensaje se hubiese completado, tal vez allí estuviera la clave justa para que su vida se transformara, tal vez fuera la frase de una canción compuesta para su único disfrute. Pero era un fotógrafo y, nervioso, temblando, oprimió el obturador.
La imagen resultó un poco temblorosa. El mítico animal volvió la vista entristecido y vio a Félix, muchos metros debajo, con la sorpresa todavía detenida en el rostro. Ninguna letra más surgió de su cuerno majestuoso y de su lomo brotaron dos alas blancas. Se perdió en el cielo.
Hay en la vida un instante donde podemos asomarnos al misterio irresoluble, a la puerta entreabierta del palacio de los arcanos. Félix lo hizo entonces. Félix quiere decir feliz, cualquiera lo sabe. Él lo supo esa vez, en el momento que el unicornio dejó de ser un sueño y le regaló, en un parpadeo, la realidad feliz y fugaz de su presencia inolvidable. Y se fue, para siempre.
No era un juego, sin embargo, sino la búsqueda de apresar lo imposible. ¿Cómo hacerle una fotografía al aire, dónde se volvía imagen explícita el amor?
Intentó que su cámara lograra volver fotografía la paz tridimensional del amanecer, el dolor de un bosque ardiendo, el último respiro de un moribundo. Luego buscó la belleza del rostro femenino, el erotismo de una caricia posada, la violencia nocturna de las calles. Fue coleccionado imágenes, volviéndose un profesional, ensayando donde los demás daban la vuelta.
Pero si un adulto deja de ser niño deja de inventar. No hay nada peor para la creación artística que un hombre sin niñez en el espíritu. Por eso comenzó a buscar algo que nadie hubiese encontrado, para fotografiarlo. Por eso pensó que en el mar debía existir, íngrima, abandonada, la última sirena mitológica; que en el profundo bosque virginal trotaba aún el centauro final; que en alguna madrugada, en una loma lejanísima, podría vislumbrarse la silueta blanca de un unicornio.
No tuvo un éxito inmediato y los años fueron pasando. Rebasaba los treinta cuando una noche su tenacidad fue recompensada: en el techo de un edificio lo vio. Era un unicornio, sin lugar a dudas. De su cuerno brotaba hacia el cielo la palabra dónde. ¿Dónde? Tal vez si se hubiera detenido un poco más el mensaje se hubiese completado, tal vez allí estuviera la clave justa para que su vida se transformara, tal vez fuera la frase de una canción compuesta para su único disfrute. Pero era un fotógrafo y, nervioso, temblando, oprimió el obturador.
La imagen resultó un poco temblorosa. El mítico animal volvió la vista entristecido y vio a Félix, muchos metros debajo, con la sorpresa todavía detenida en el rostro. Ninguna letra más surgió de su cuerno majestuoso y de su lomo brotaron dos alas blancas. Se perdió en el cielo.
Hay en la vida un instante donde podemos asomarnos al misterio irresoluble, a la puerta entreabierta del palacio de los arcanos. Félix lo hizo entonces. Félix quiere decir feliz, cualquiera lo sabe. Él lo supo esa vez, en el momento que el unicornio dejó de ser un sueño y le regaló, en un parpadeo, la realidad feliz y fugaz de su presencia inolvidable. Y se fue, para siempre.
*El título es un verso de la canción “Unicornio”, de Silvio Rodríguez, y el texto fue inspirado por la fotografía de Félix Cúneo, publicada en La quinta noche, el lunes 9 de junio de 2008.
Foto: Raúl Ortega
De otras noches tristes
Genaro Aguirre Aguilar
A mi hijo Aldo
Por alguna razón, estos días veraniegos de calorcito entrando por los poros, suelen venir con aires de recuerdos, de añoranza, de memoria… A veces cargados de gozo pero otras tantas de melancolía, nostalgia o de llanto como llovizna pertinaz. Y es tan sólo por eso, que logro entender las razones del porqué, una mañana de estas, ha vuelto en el tiempo aquel pasaje que sólo con los años pude hacerlo significativo.
…Las habíamos preparado con semanas de anticipación. Por ello, antes del mediodía las maletas ya estaban listas, particularmente la de mi hijo, quien sin tener del todo conciencia, sabía que saldríamos de vacaciones a visitar a sus tíos y primos que vivían en la ciudad de Oaxaca.
Antes de las doce de la noche llegamos a la central camionera. De la mano, entramos a la sala de espera. Busqué lugar cerca de la puerta por donde sabía se llegaba al andén correspondiente. Las dos maletas, a un lado de nosotros, pues como solía ser común en esa línea de autobuses, se documentaba justo antes de abordar. En medio de los juegos con mi hijo y los cuentos de la abuela, poco a poco se iba acercando la hora de salida, como también en los ojos de mi pequeño, el acecho de un sueño infantil que demandaba cobijo a esas horas de la madrugada.
Quince minutos antes y ya con mi hijo al hombro rendido por el sueño y la espera, pregunté al guardia que vigilaba el acceso si podía pasar para adelantar con las maletas. Dijo que no, hasta diez minutos antes de la hora y una vez anunciada la corrida. «OK». Me retiré a esperar el llamado. Diez minutos antes, tampoco nada. Me volví a acercar al poli. «Hasta que lo anuncien y aún no lo hacen», volvió a decirme. Le dije ya eran las 12:20. No respondió nada.
A la hora marcada en el boleto, volví a insistir y aquel guardia subrayó que aún no era anunciada la salida a Oaxaca. Efectivamente no había escuchado el anuncio, pero también era cierto que en medio de tanto ruido, a veces no se distingue muy bien lo que dice una estereotipada voz femenina que anuncia las corridas. Desde allí no podía desmentir aquello, pero recuerdo socarronamente oírlo decir: «en ocasiones se retrasan las salidas». Con mi hijo durmiendo sobre mi hombro y de pie, desesperado veía salir a otros pasajeros.
Tarde me decidí a preguntar en ventanilla. Pregunté al poli que si podía echarle un ojo a mi equipaje. «Sí». Salí de allí y la chica de información terminó por confirmar que el autobús había salido tenía 20 minutos. Que sí había sido anunciado. Con la impotencia a cuestas, regresé con el guardia y le reclamé airado. No hubo nada. Cuando mi hijo soñoliento preguntó si ya nos íbamos, atiné a guarecerme en el silencio. Con la impotencia y un dolor a cuello de garganta, sabía la primera prueba como padre separado arrojaba malos saldos. Como pude salí de la terminal y tomé un taxi camino a casa. En medio de la lluvia, las aceras del puerto eran cristales acuosos como resonancia de lo que llevaba dentro. «De vuelta al hogar», comentó el chofer. No recuerdo qué respondí, pero sí que sobre mi regazo contemplaba a mi pequeño hijo, quien temprano sabría de otro más de los sinsabores de la vida.
Hoy que pasa conmigo algunos días, le he comentado de esto. Como es de suponer, no lo recuerda, pero eso no impide que el nudo en la garganta se haga presente, al tiempo de reconocer que -desde entonces- una deuda con él sigue estando pendiente. Aunque acepto que lo ocurrido aquella noche, no lo resuelve otras que han pasado como aquellas que siguen pendientes de pasar en los andenes veraniegos.
…Las habíamos preparado con semanas de anticipación. Por ello, antes del mediodía las maletas ya estaban listas, particularmente la de mi hijo, quien sin tener del todo conciencia, sabía que saldríamos de vacaciones a visitar a sus tíos y primos que vivían en la ciudad de Oaxaca.
Antes de las doce de la noche llegamos a la central camionera. De la mano, entramos a la sala de espera. Busqué lugar cerca de la puerta por donde sabía se llegaba al andén correspondiente. Las dos maletas, a un lado de nosotros, pues como solía ser común en esa línea de autobuses, se documentaba justo antes de abordar. En medio de los juegos con mi hijo y los cuentos de la abuela, poco a poco se iba acercando la hora de salida, como también en los ojos de mi pequeño, el acecho de un sueño infantil que demandaba cobijo a esas horas de la madrugada.
Quince minutos antes y ya con mi hijo al hombro rendido por el sueño y la espera, pregunté al guardia que vigilaba el acceso si podía pasar para adelantar con las maletas. Dijo que no, hasta diez minutos antes de la hora y una vez anunciada la corrida. «OK». Me retiré a esperar el llamado. Diez minutos antes, tampoco nada. Me volví a acercar al poli. «Hasta que lo anuncien y aún no lo hacen», volvió a decirme. Le dije ya eran las 12:20. No respondió nada.
A la hora marcada en el boleto, volví a insistir y aquel guardia subrayó que aún no era anunciada la salida a Oaxaca. Efectivamente no había escuchado el anuncio, pero también era cierto que en medio de tanto ruido, a veces no se distingue muy bien lo que dice una estereotipada voz femenina que anuncia las corridas. Desde allí no podía desmentir aquello, pero recuerdo socarronamente oírlo decir: «en ocasiones se retrasan las salidas». Con mi hijo durmiendo sobre mi hombro y de pie, desesperado veía salir a otros pasajeros.
Tarde me decidí a preguntar en ventanilla. Pregunté al poli que si podía echarle un ojo a mi equipaje. «Sí». Salí de allí y la chica de información terminó por confirmar que el autobús había salido tenía 20 minutos. Que sí había sido anunciado. Con la impotencia a cuestas, regresé con el guardia y le reclamé airado. No hubo nada. Cuando mi hijo soñoliento preguntó si ya nos íbamos, atiné a guarecerme en el silencio. Con la impotencia y un dolor a cuello de garganta, sabía la primera prueba como padre separado arrojaba malos saldos. Como pude salí de la terminal y tomé un taxi camino a casa. En medio de la lluvia, las aceras del puerto eran cristales acuosos como resonancia de lo que llevaba dentro. «De vuelta al hogar», comentó el chofer. No recuerdo qué respondí, pero sí que sobre mi regazo contemplaba a mi pequeño hijo, quien temprano sabría de otro más de los sinsabores de la vida.
Hoy que pasa conmigo algunos días, le he comentado de esto. Como es de suponer, no lo recuerda, pero eso no impide que el nudo en la garganta se haga presente, al tiempo de reconocer que -desde entonces- una deuda con él sigue estando pendiente. Aunque acepto que lo ocurrido aquella noche, no lo resuelve otras que han pasado como aquellas que siguen pendientes de pasar en los andenes veraniegos.
1 comentarios:
Qúe belleza hay en todo lo que escribes. Desde luego si los sueños de niño quedasen aparcados todo lo bello que se nos ofrece no existiría.
Un abrazo y hablamos.
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